por León Trotsky
Febrero de 1917, estalla la revolución más violenta de todos los tiempos. En una semana la sociedad se deshace de todos sus dirigentes: el monarca y sus hombres de leyes, la policía y los sacerdotes; los propietarios y los funcionarios, los oficiales y los amos.
No hay ciudadano que no se sienta libre de decir en cada momento su conducta y su porvenir. Surge entonces, de lo más profundo de Rusia, un inmenso grito de esperanza, en esa voz se mezcla la voz de todos los desesperados, los humillados, los desdichados. En Moscú, los obreros obligan a sus dueños a aprender las bases del nuevo derecho obrero.
En Odesa, los estudiantes dictan a su profesor un nuevo programa de historia de las civilizaciones; en el ejército los soldados dejan de obedecer a sus superiores.
Nadie había soñado jamás con una revolución así.
Ahora ese sueño circula por las venas de todas las almas desesperadas y desdichadas de este planeta.
La gran debilidad de muchos “revolucionarios” consiste en sus absoluta incapacidad de entusiasmarse, de elevarse sobre el nivel rutinario de las trivialidades, de hacer surgir un vínculo vital entre él mismo y los que lo rodean. El que no puede enardecerse, no puede enardecer su vida ni las de los demás. La fría malevolencia no es bastante para adueñarse del amo de las masas.
Muchos revolucionarios contemplaron la revolución con envidiosa alarma. Es que la vida personal de los revolucionarios siempre traba su percepción de los grandes acontecimientos en los que participa.
Pero la tragedia de las pasiones individuales exclusivas es demasiado insípida para nuestro tiempo. Porque vivimos en una época de pasiones sociales. La gran tragedia de nuestra época consiste en el choque de la personalidad individual con la comunidad.
Para alcanzar el nivel de heroísmo y abonar el terreno e los grandes sentimientos que dan vida, es menester que la conciencia se sienta ganada por grandes objetivos. Toda catástrofe individual o colectiva es siempre una piedra de toque, pues pone al desnudo las verdaderas relaciones personales y sociales. Hoy día es necesario probar este mundo.
El poeta, por ejemplo, se sintió independiente del burgués y hasta se peleó con él. Pero cuando el asunto se trató de la revolución, resultó un parásito hasta la médula de los huesos. La psicología del individuo así mantenido y dedicado a ser sanguijuela humana, no tiene rastros de bondad de carácter, respeto o devoción.
Hoy día los señoritos estudian todavía en libros a costa del sacrificio de los explotados, se ejercitan en periódicos y crean “nuevas tendencias”. Pero cuando una revuelta se produce en serio, enseguida descubren que el arte se encuentra en las cabañas, en los más recónditos agujeros, donde anidan los chinches. Es necesario derribar a la burguesía porque es ella quien le cierra el camino a la cultura.
El nuevo arte no solo desnudará la vida, sino que le arrancará la piel.
Amar la vida con el afecto superficial del deleitante, no es mucho merito. Amar la vida con los ojos abiertos, con un sentido crítico cabal, sin ilusiones, sin adornos, tal como se nos aparece con lo que ofrece, esa es la proeza.
La proeza también es realizar un apasionado esfuerzo por sacudir a aquellos que están embotados por la rutina, obligarles a abrir los ojos y hacerles ver lo que se aproxima.
León Trotsky
Artículo reproducido de Democracia Socialista, Argentina.
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